Todos saben que vivo, que soy malo; y no saben del diciembre de ese enero. Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar: el claustro de un silencio que habló a flor de fuego.
Yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
Hermano, escucha, escucha... Bueno. Y que no me vaya sin llevar diciembres, sin dejar eneros. Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo.
Todos saben que vivo, que mastico... Y no saben por qué en mi verso chirrían, oscuro sinsabor de féretro, luyidos vientos desenroscados de la Esfinge preguntona del Desierto. Todos saben... Y no saben que la luz es tísica, y la Sombra gorda... Y no saben que el Misterio sintetiza... que él es la joroba musical y triste que a distancia denuncia el paso meridiano de las lindes a las Lindes.
Han azotado las tormentas la tierra en este punto y aquí se han ido a pique los barcos y los transeúntes lo recuerdan charlando en el puente de noche cuando allí se aproximan.
Han golpeado los puños la cara de ese viejo boxeador profesional y han aparecido sus combates en las páginas de deportes y por la calle lo señalan con el índice extendido por ser uno que una vez tuvo el cinturón de campeón.
Se han publicado cientos de historias y se han rumoreado mil a propósito del porqué ese hombre alto y tenebroso se ha divorciado de dos jóvenes hermosas para casar con una tercera que se parece a las otras dos y sacuden la cabeza y comentan «ahí va» cuando pasa de largo, con buen tiempo o con lluvia, por las calles de la ciudad.
La blanca helada se acabó, los sueños verdes nada valen, tras un mal día de trabajo llega el momento de la sucia puta: su simple fama llena nuestra calle. Todos los hombres: blancos, rubicundos, negros derivan hacia su forma desmañanada.
Fijaos, os pido, en esa boca hecha para bofetadas en ese rostro costuroso sesgado a fuerza de pintarrajos, hondones, marcas, violado por cada hosco año. Ningún hombre se le acerca que sea capaz de concentrar aliento con que corcusir fuego de amor en tan fétida mueca como apuntan mis castísimos ojos saliendo de charco, zanja, trago.
Montañas azules con nieve y fría agua azul turbulenta, Un cielo borrascoso lleno de estrellas encendiéndose Y Venus y la luna gibosa al amanecer, Gaviotas siguiendo una motora cara al viento, Árboles con ramas prendidas al aire- Sentado al sol del mediodía con la furiosa Sombra humeante de la chimenea de la cabaña- Águilas que planean viento abajo, Golondrinas marinas vuelan a golpes de viento, Una nueva marca de tabaco a las once, Y mi amor que vuelve en el autobús de las cuatro -Dios mío, ¿por qué nos has dado todo esto?
La duda con su capa de nostalgia nos cubre elogiosa. Gritémosle su gran ebriedad. Lancémonos como una pareja abrazada al espejo oceánico marchando al olvido, entremos en las cloacas. Esperando como una rata las tinieblas de la ciudad se alzan.
El pasado ruin se mece bajo la piel del que vive temblando de sufrimiento- Bajo el tiempo exhalan suspiros resignados, cada día a la noche la muerte va violando el interés de unos cuantos ojos críticos. El sueño de Dios pasa largo, voluptuoso. Para despertar basta un balcón o una pistola. Cuando te necesites solo piensa en los paisajes/días/ fiestas que faltan por exterminar. Poetas que pelearon haciendo lo mejor que pudieron: !levántense!
Vivíamos la tarde de un domingo abrumador. Era Verano en el hemisferio que pisábamos, según el orden de los astros. Enredados en el ocio paseábamos de silla en silla a tropezones. Era Verano por la tarde y el resto del cuadro lo ponían las moscas.
Había un Universo disperso por la pieza: botellas vacías, hojas de algún diario, un plumero impotente entregado al polvo, y bostezando hasta quejarse ardía el aire por los cuatro costados.
"No hay peor poema que el que no se escribe", me dije callado gritándome al oído, y lo único real, consistente en sí mismo, eran las moscas. Muchas moscas, torpes moscas cayéndonos encima en arribos sucesivos y despegues.
Ardía el aire por los cuatro costados y nos sobraba un par de brazos, estaban de más las piernas y todo el cuerpo era lujo inútil, artículo suntuario adquirido a la fuerza en virtud de la artimaña de un hábil vendedor. Saltimbanquis del aire, trapecistas, migajas de un gran demonio pulverizado, esas tiernas, sucias moscas, diminutos ídolos del asco universal. No habíamos sobrevivido a nuestra fábula feroz: un joven matrimonio derretido sobre el suelo, melaza pura a merced de un día de Verano, a merced de la estrategia de las moscas. Y era domingo como cien veces más fue domingo en los veranos desde aquel día, y desde cada día en que el sol encendía el aire y un zumbido tañía en los vidrios y crecía una inquietud por todas partes. Algo que desde afuera penetraba, un cierto líquido agresivo, un licor cáustico que diluía la carne o la memoria, algo que le pasaba al tiempo no nos tenía conformes.
¿Quién detiene el cauce de las cosas y los hechos en este punto, como un puente que se desploma, mientras pasa el día mutilado arrastrando los miembros trabajosamente?
No hay peor poema que el que no se escribe, me dije, entretanto la poesía rescataba a sus heridos de los dientes para adentro; de los ojos para afuera lo único real eran las moscas.
Si imposible es hacer tu vida como quieres, por lo menos esfuérzate cuanto puedas en esto: no la envilezcas nunca por contacto excesivo con el mundo que agita movedizas palabras.
No la envilezcas nunca en el tráfago inútil o en el necio vacío de los rostros diarios y al cabo te resulte un huésped importuno.
Cuando todos se vayan a otros planetas yo quedaré en la ciudad abandonada bebiendo un último vaso de cerveza, y luego volveré al pueblo donde siempre regreso como el borracho a la taberna y el niño a cabalgar en el balancín roto. Y en el pueblo no tendré nada que hacer, sino echarme luciérnagas a los bolsillos o caminar a orillas de rieles oxidados o sentarme en el roído mostrador de un almacén para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre los mismos hilos de su red caminaré sin prisa por las calles invadidas de malezas mirando los palomares que se vienen abajo, hasta llegar a mi casa donde me encerraré a escuchar discos de un cantante de 1930 sin cuidarme jamás de mirar los caminos infinitos trazados por los cohetes en el espacio.
En el camino de los perros mi alma encontró a mi corazón. Destrozado, pero vivo, sucio, mal vestido y lleno de amor. En el camino de los perros, allí donde no quiere ir nadie. Un camino que sólo recorren los poetas cuando ya no les queda nada por hacer. ¡Pero yo tenía tantas cosas que hacer todavía! Y sin embargo allí estaba: haciéndome matar por las hormigas rojas y también por las hormigas negras, recorriendo las aldeas vacías: el espanto que se elevaba hasta tocar las estrellas. Un chileno educado en México lo puede soportar todo, pensaba, pero no era verdad. Por las noches mi corazón lloraba. El río del ser, decían unos labios afiebrados que luego descubrí eran los míos, el río del ser, el río del ser, el éxtasis que se pliega en la ribera de estas aldeas abandonadas. Sumulistas y teólogos, adivinadores y salteadores de caminos emergieron como realidades acuáticas en medio de una realidad metálica. Sólo la fiebre y la poesía provocan visiones. Sólo el amor y la memoria. No estos caminos ni estas llanuras. No estos laberintos. Hasta que por fin mi alma encontró a mi corazón. Estaba enfermo, es cierto, pero estaba vivo.