oí el mar.
En las lizas de zafiro de las colinas
me prometieron una infancia mejorada.
Ceñuda, sancionando al sol,
dejé mi memoria en una hondonada-
fortuito piojo, que teje el alforjón,
rocas delantales, congregas peras
en fanegas iluminadas por la luna
y despierta callejuelas con una escondida tos.
Peligrosamente ardió el verano
(me había unido a los recreos del viento).
Las sombras de las peñas alargaron mi espalda:
a los gongs de bronce de mis mejillas
La lluvia se secó sin aroma.
"No es largo, no es largo;
Mira donde la enredadera roja y negra
apuntaló valles": pero el viento
murió hablando a través de los tiempos que tú conoces.
Y abrazas, ¡corazón de hollín del hombre!
Así fui volteado de una lado a otro, como tu humo
compila una demasiado bien conocida biografía.
La noche era una lanza en la quebrada
Que medra a través de auténticos robles. ¿Y había yo andado
los doce decimales particulares del viento?
Tocando un abierto laurel, hallé
A un ladrón debajo, con mi robado libro en la mano.
"¿Por qué estás de nuevo ahí –sonriendo a un ataúd de hierro?",
"Para discutir con el laurel" repliqué
justificado en lo efímero, fugaz
bajo la constante maravilla de tus ojos-."
Cerro el libro. Y desde los Ptolomeos
la arena nos sumió en un resplandeciente abismo.
Una serpiente trazó un vértice para el sol
-en no holladas playas sacó su lengua y tamborileó.
¿Qué fuente escuche? ¿Qué helados discursos?
La memoria, confiada a la página, se había muerto
-Hart Crane
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